El orden necesita de ti

Por Frank D. Frías
(Miembro de la UNEAC. Ha publicado los libros de cuentos Una recta entre dos puntos negros (editorial Extramuros, 2008), Rigor Mortis (editorial Unicornio, 2009), La capital de los muertos (editorial Atom Press, 2010), Ellas quieren ser novias (editorial Abril, 2013), Los malnacidos (editorial Unicornio, 2018), Y vos por qué lloras (editorial Argos Iberoamericana, 2021). La novela Anita Mur (editorial Primigenios, 2020), y su relanzamiento en 2023 con Ribla Editores. Cuentos suyos aparecen en antologías como isla en negro (editorial Abril), La última colada (editorial Unicornio), y en revistas y sitios como Juventud Rebelde, Juventud Técnica, Dédalo, Isliada, Librínsula, Esquife y otros).

El hombre mono la vio desde la orilla del río, sus ojos, marrones, se detuvieron en el vestido blanco que llevaba, en la simpleza de ese modelo diseñado quizá para excursiones a una playa, o simplemente para asomar a su balcón con vista a la avenida, a los turistas, la cerveza en tarros. A la atmósfera que debía soportar un día tras otro luego del trabajo en la oficina.

  El hombre mono tomó en sus manos el hueso largo, parecía temer tanto como ella, y dudaba tanto como ella. Observaba el autocar detrás de la chica de oficina, al conductor sentado tras el volante con su vestimenta más seria, negra y larga como el hueso. Intentaba verle el rostro al conductor.

Elena Vistral, con su vestido de playa, pareció creer que el viaje valdría la pena, sin embargo, no tenía sentido, era imposible viajar al inicio de la civilización. Era un sueño.

  —Pues no solo sucede en sueños —le dijo el hombre al volante del autocar—, yo voy y vengo por los siglos de los siglos, he visto nacer el agua, la primera gota en el mismo centro del cráter dejado en las tierras baldías por el gran meteorito. En este momento pondré rumbo al fin del mundo, ¿viene por fin o qué?

  La señorita Vistral llevaba en las ojeras el peso de todo el Departamento, y el brillo de su laptop en la oficina le había vuelto de un tono ligeramente plata la extensión en sus ojos que antes, no hacía tanto tiempo, fue de un tono ciruela bastante llamativo para los tipos de la compañía.

   —Tu error —le aseguró la psiquiatra alcohólica—, es que viajas al pasado una y otra vez, vives allí donde ese puñado de amigos compartían contigo la mierda de la adolescencia, ya sabes, buenos tragos como la Caipiriña y la Piña Colada, pero también los tragos amargos y finalmente pum, partió cada uno a otras ciudades mientras tú partes de manera constante al pasado. Ese es tu viaje favorito. Ahora, si no te parece un lío, iré a por un trago.

    —Al pasado, por favor, quiero decir, a esos lugares históricos.

  El conductor le repitió que solo iba al principio de la civilización, que es a la vez el fin del mundo. El ciclo interminable.

    —Me da igual —continuó Elena—, lléveme a 1898, bien lejos de esta ciudad.

    El hombre le pidió que se sentara y ella fue hasta uno de los cómodos asientos del vehículo. En el televisor pasaban un anuncio promocional sobre Marbella, y más allá de la ventanilla la terminal continuaba vacía, los rayos de sol apenas lograban descender unos metros bajo los cristales del techo. Desde algún lugar, algo de viento empujaba las hojas de trébol esparcidas por las losas gastadas, y hasta llegó el viento a levantar un puñado de ellas contra las ventanillas. El año anterior, antes del ascenso, viajó a Marbella y tomó el autocar en esa misma terminal. Entonces estaba limpia y no cargaba encima la oficina sino un ligero equipaje, una excelente cámara Nikon D3300 y unas gafas de sol que le quedaban bien, a lo estrella de rock de los sesenta. Esta vez, atravesar el salón de espera para llegar a la zona de abordaje le tomó treinta minutos, llevaba encima la oficina y las piernas le temblaban, le dolían. Tuvo que esperar un par de horas para que sus músculos comenzaran a relajarse y al levantar la vista de su laptop, comprendió que nadie más viajaba con ella.

    —¿Por qué vamos solos, señor?

    El conductor la miró de manera rápida a través del espejo.

     —Porque al fin de todo se va solo —le dijo—. Si alguien quiere ver el principio de algo debe enfocarse, los turistas son pura distracción.

     —Entiendo señor, pero yo quería ir a Barcelona. Reservé…

     —Vamos a Barcelona —continuó el hombre—, directo al Castillo de Montjuic.

  La sonrisa del conductor se hizo visible en el espejo. Elena notó que tenía diecisiete correos nuevos y aunque le entraban náuseas cada vez que encendía su ordenador, no pudo evitar leer cada uno de ellos.

   Por más que intentó leer en los ojos del hombre mono no consiguió resultado alguno, simplemente continuaba maravillada y con miedo, los ojos marrones del hombre simio se entornaron y luego de un examen a distancia acortó los metros entre ambos, y aunque Elena quería retroceder, y el corazón le bombeaba más sangre de la que necesitaba para respirar, no lo hizo. Esperó mientras la criatura le tocaba el pecho, con el índice, en la zona del corazón.

   Algunas hojas cayeron de un ciruelo. El ruido de lo que las golpeó hizo que Elena finalmente diese unos pasos atrás. El conductor salió al exterior y le aclaró que tuviera los ojos bien abiertos.

  —No temas por ahora, hasta que la lanza no llegue a ser atómica más adelante, cuando pasen los siglos de los siglos…

   —No entiendo —dijo Elena—. ¿Dónde carajos me has traído? Esto es un puto zoológico.

  Otra lanza partió la atmósfera en dos partes y fue a clavarse en el barro, unos metros más allá del hombre mono, y este comenzó a temblar.

   —Acarícialo —propuso el conductor—, cálmalo. Necesita de ti. Todo el orden necesita de ti. Ve, anda, toma sus manos.

  —No voy a tomar nada, es un animal, seguro querrá comerme. Sácame de aquí ahora mismo. Voy a quejarme de esta mierda, ya verás. ¿Dónde está el Castillo de Montjuic?

  Fueron interrumpidos por un grupo de hombres envueltos en pieles, y lanzas, y una bebé-niña-mono clavada a una de las lanzas. Atravesaron a toda carrera el río y el que parecía el líder señalaba al hombre mono acompañado de gritos: Montjuic, repetía, Montjuic.

  Corrieron tras él y pudieron derribarlo a estacazos, luego tomaron su corazón, bailaron alrededor del cuerpo: Montjuic, Montjuic, Montjuic.

  El líder abandonó el grupo y lentamente se acercó a Elena Vistral. Le olfateó el cuello, la boca, los pechos y la entrepierna. Elena temblaba. Incapaz de establecer dominio sobre el esfínter, tuvo que soportar con lágrimas la evacuación de los fluidos. Por último, el Ser Humano la miró directo a los ojos y ella vio que los de él eran tan verdes como los de su jefe en la oficina.

      —Hok —se presentó ante ella anunciando ese nombre—. Hok.

     —Dile el tuyo —le aconsejó el conductor del autocar—, ahora.

     —Elena Vistral, sí, yo, Elena.

    — Hok.

   —Sí, Hok, muy bonito.

Hok fue a unirse al grupo. Elena corrió al interior del autocar, mientras el conductor tomaba su sitio tras el volante y le preguntaba a qué otro lugar del fin del mundo, o el principio, que es lo mismo, quería ir.

—¡De regreso a casa!—, gritó Elena, esto no se va a quedar así.

  Sacó un cigarrillo y lo encendió.

  —Me imagino —dijo, sofocada—, que puedo darme el lujo de fumar aquí dentro.

  —Las leyes humanas dependen siempre del número de testigos, y aquí vamos usted y yo, solos. Hemos llegado.

  —¡Qué coño…!

Era cierto, habían llegado en segundos a la terminal, ahora llena de personas y limpia y colmada de luces. El conductor vestía pantalón gris, camisa blanca y corbata también gris. Elena bajó, asombrada, hasta el Departamento. La mujer que la recibió parecía encantadora, le comentó algo acerca de los nuevos cortes de pelo, el tuyo, le dijo, me encanta, ¿dónde te lo arreglas?

Elena miró hacia atrás y ya no estaba la terminal.

  Fueron interrumpidas por la llegada del jefe. La mujer retrocedió unos pasos con los ojos muy abiertos y no dudó un instante en meterse detrás de su mesa con la vista en el ordenador.

  —Buenos días —dijo el tipo—, supongo que es usted la señorita Elena Vistral.

   Ella asintió, algo detenida en los ojos del jefe, verdes, muy verdes.

—Aquí somos bastantes flexibles con el horario —continuó el jefe—, lo único que espero de ti es que aplastes a la competencia. Machácalos. Agarra cualquier herramienta que te sirva para ser eficiente y acaba con ellos, cualquier método es válido en una guerra. Como esto (agarró un hueso de cristal, largo y con la inscripción: Primer lugar en el certamen Machacadores de Andalucía, y lo blandió al aire como si fuese un sable), cualquier cosa que nos traiga clientes lo utilizas. Si pasas la prueba, si eres tan buena como dicen tus referencias, recibirás bonos más allá de tu sueldo. Betty te pondrá al tanto. Ella es tan despiadada con nuestros competidores que este verano le pagamos un viaje a Barcelona, directo al 1898, muéstrale esa foto tuya en el Castillo de Montjuic.

  Betty, de mala gana, enseñó desde su celular la foto, luego continuó con la vista en el ordenador.

—Tengo una reunión importante —concluyó el jefe—, Betty te ayudará por ahora a ponerte en forma.

El hombre salió de la oficina y Elena aprovechó para echarle un vistazo al lugar. Parecía encantada. Pidió permiso para salir un instante al pasillo y telefoneó a su madre.

  —Es perfecto, mamá. Es un sitio muy sofisticado, más de lo que me contaron. De aquí no me saca nadie, de aquí no me muevo hasta que el mundo se acabe.

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