Ceros (Mención – I Concurso cubano de Literatura de Terror «Berenice» 2024), un cuento de Amelia Apolinario

Soñé con ceros, ¿qué significaban? Cuando era niña soñaba con números que hicieron ganar bastante dinero a mis padres: me sentaban en un butacón y mientras yo recitaba los números, ellos anotaban el fijo, corrido, el parle… Pronto supe leer, escribir, los sueños desaparecieron y mi padre dijo que me habían contaminado, que enseñarme a pensar fue un error, porque las mentes llenas no tienen espacio para sueños, así que me mantuvo en casa.

Cuando la trabajadora social intervino junto con la policía, yo estaba en una barbacoa a oscuras, hambrienta, con el pelo chamuscado a causa de los electroshocks caseros para “activar” las conexiones neuronales que provocaban. A mis padres los encontraron, con martillos y cinceles, dispuestos a abrirme el cráneo para comerme los sesos, porque leyeron sobre tribus que devoraban a otros para obtener su fuerza, y ellos buscaban mis sueños. 

Estuve mucho tiempo hospitalizada, durante el día eran tantos los psiquiatras que llegué a contarlos en lugar de ovejas mientras esperaba el efecto de las pastillas. Las noches eran cortas, sin sueños.

—¡Las benzodiacepinas son peor que la escuela para el Sistema Activador Reticular!

Fue lo último que dijeron mis padres antes de que se ahorcaran en el psiquiátrico al enterarse que yo también estaba bajo medicación. ¿Qué tipo de sueños los enloquecieron?, esa era la incógnita de los psiquiatras, así que durante una temporada me suspendieron las pastillas.

En esa época soñé lo típico: volaba, caía de un edificio, iba a la playa… No sé qué esperaban, quizás otro niño–Mesías como el caso de Trinidad: el hijo del pastor dijo a la congregación que él era la reencarnación de Cristo (en sueños le fue revelado), lo zurraron por falso testimonio y amaneció crucificado en la fachada de la iglesia. En comparación con él, mi diagnóstico debió parecerles insignificante, entonces volvieron a darme ansiolíticos y al cabo de unos meses, el alta.

Una tía se hizo cargo de mí, al principio por una cuestión de karma (como escuché decirle): su hermano era responsable del “retraso”.

—La niña está bien de la cabeza, se quedó medio burra pero está cuerda—dijo mi abuela y ambas me instruyeron en lectura de tarot, quiromancia, espiritismo…

En nada tuve clientela propia, fui feliz, hasta que aparecieron los sueños… Había números, sin embargo, no estaban relacionados con la lotería. Los sueños se volvieron avisos de quién iba a morir. Predije la muerte de varios clientes, su viudez y orfandad. Ninguno quiso escucharme, prefirieron a la mulata de la esquina, experta en empalagar oídos con aquellos caracoles parlanchines. Ella también murió como le dije: ensartada en el cuchillo de su hijo.

Sin otro recurso para ganarme la vida, comencé a trapear los pisos de un hospital en el área de Pediatría, el pasillo que llevaba a Terapia y posteriormente a la Morgue. Irónico, el primer tramo era el más difícil: aunque los niños estuvieran enfermos, desprendían chispazos de voluntad capaces de echar al suelo un mastodonte, debía esquivarlos como disparos en un videojuego. En esa área limpiaba rápido; después la de Terapia, donde las energías eran imperceptibles, quizás por eso instalaron las máquinas que piaban todo el tiempo. Los pacientes estaban dormidos, pero el sueño no es más que un simulacro de la muerte. Quise espabilarlos varias veces, dije sus nombres, el de sus familiares, y como no abrieron los ojos, seguí de largo, con cubo y trapeador, rumbo a la Morgue. Allá era caótico: los muertos del día intentaban meterse en sus cuerpos y los No Tan Frescos (así llamaba a los difuntos ya sepultados que por alguna razón no se iban) se me colgaban al cuello repitiendo lo mismo. En cuanto abría la puerta, una jovencita hinchada a golpes me agarraba por los hombros:

—¡Diles que fue mi padrastro, diles que fue mi padrastro!

Yo asentía sin poder quitármela de encima. Otra impertinente era la mujer con la barriga abierta:

—¿Has visto a mi bebé? ¿Lo has visto? —se hurgaba el tajo con los dedos y como si vaciara un bolso y no a ella misma, depositaba una a una sus vísceras en la camilla.

El pequeño estaba vivo, se lo aseguré muchas veces, pero no hizo caso. Pude librarme de ella cuando falleció un bebito, un recién nacido horroroso que parecía tener alrededor del cuello una bufanda de chorizos; supuse que por asfixia con el cordón umbilical.

No todos los difuntos eran escandalosos, también estaban Los Estirados, espíritus de otras épocas que tal vez ni hablaban español: un señor de bigote con un sable que le traspasaba el pecho, una mujer de papada casi tan grande como la cabeza de un gato, otra de rostro ennegrecido que vomitaba sangre, un negro con pies ulcerosos a causa de los grilletes, ¡hasta una india con un hachazo en la frente! ¿Qué hacían allí? Las veces que pude acercarme, no hablaron.

El día que soñé con ceros, fui a limpiar la Morgue y ninguno me salió al paso: ni la jovencita golpeada, ni la puérpera, tampoco vi a Los Estirados. Solo ocho fallecidos sin espíritu alguno queriendo meterse por las costuras del forense. Tuve cuidado al trapear bajo las camillas… pero tampoco estaban allí. Hice mi trabajo e iba de salida cuando los muertos a mi alrededor, despertaron llorando como recién nacidos. 

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