Habitación 221

Mención de honor en el Premio Berenice 2024

Habitación 221, Mención de honor en el 1er concurso cubano de terror Berenice 2024, escrito por Gustavo Vignera; una muestra de lo que es Alta Literatura de verdad.
Por: Gustavo Ricardo Vignera

Sesenta habitaciones vacías menos una, o mejor dicho menos dos, la mía que aún mantenía las comodidades originales de una época dorada y la otra, la 221, frente a la mía, ambas se encontraban al final de un largo pasillo como si fueran el presagio de un final anunciado.

El hotel había sido uno de los más lujosos de Bariloche, los artistas y los personajes más destacados de la política no dejaban una temporada de nieve de ocupar sus habitaciones con el glamour que tenía la zona antes de ser invadida por la ola de contingentes de estudiantes de los colegios secundarios de todo el país.

La mala cabeza de los socios, las sucesivas catástrofes económicas a la que estamos acostumbrados los argentinos, la presión de los gremios o los juicios inventados por abogados inescrupulosos, fueron algunas de las razones de la inevitable clausura de este hermoso hotel sobre la costa del lago Nahuel Huapi.

Al principio los vándalos rompían los vidrios a pedradas. Ex empleados despechados se metían por las noches para destruir lo que fuese. Se robaban las griferías, despegaban los azulejos de los baños y más de uno arrancó un inodoro de la cañería, hasta la campanita que usaban los huéspedes para llamar al conserje se la habían robado.

Cuando me separé de Sandra, un amigo de los dueños me contactó y así fue como me dieron el laburo. Laburo, lo que se puede llamar laburo no era. Me he convertido en una especie de monje de clausura, un sereno de tiempo completo, que tiene la responsabilidad de evitar la barbarie. Si no me hubieran contratado el hotel de los sueños iba a terminar en una montaña de cenizas. El trato era darme alojamiento en el ala norte del hotel y un sueldo básico para mis gastos. Además administraba una caja chica para realizar pequeñas reparaciones y así mantener, como con un pulmotor, la vida del convaleciente hotel. Mi misión, era cuidar que no se siguiera destruyendo y que ninguna familia de vagabundos como también ningún grupo de mapuches lo ocupara. A tal fin tenía una escopeta Colt calibre ocho milímetros que más de una vez tuve que utilizar para espantar a los invasores. Esa misma escopeta es la que solía usar cuando mi amigo John, venía con otros gringos a organizar la caza del ciervo colorado, al inicio del otoño, por la zona habilitada como coto de caza del Pichi Curruhué, muy cerca de la laguna Verde.

Desde un comienzo, me hice la costumbre de hacer la ronda al predio para anticiparme a cualquier potencial enemigo. Desde el ala donde yo vivía hasta el otro extremo me separaban como ochenta metros sin contar los quinientos metros que caminaba hasta el embarcadero. Dar toda la vuelta me llevaba como veinte minutos y no hubo vez que después del desayuno y antes de la cena, hasta con la peores condiciones meteorológicas, dejara de realizarla.

A la soledad uno se acostumbra rápidamente, lo que uno no se puede acostumbrar es al silencio. Por eso al principio me acostumbré a los ruidos de la 221 y no les daba importancia. Siempre digo que existen dos tipos de silencios, los silencios buenos y los silencios malos. Los primeros son los que te ayudan a reflexionar mientras disfrutas la caída del sol por detrás de la cordillera y los segundos son los que te comen la cabeza intuyendo que algo terrible puede pasarte en cualquier momento. Los ruidos no son mejores, pero al menos te preparan para estar en estado de alerta. Yo siempre estoy alerta.

Todo lo que les cuento no es casual. No es que hoy, desde donde estoy, tenga ganas de contar mis problemas, simplemente es para que entiendas que hoy podemos estar, lo que no es lo mismo que existir. He visto un mundo paralelo donde nuestra materia desaparece como esa bala que sale del arma surcando el aire en busca milimétrica del cuerpo de la bestia que un instante después cae desplomada sobre la maleza del monte.

Todo empezó ese catorce de febrero, un día de los enamorados cualquiera, cuando se me apareció Sandra a tomar el té.Quería charlar conmigo, se había quedado mal después de que me peleé a los golpes con su padre en la fábrica de chocolates. El tipo era un insufrible, parecía que por ser novio de su hija merecía comerme todos sus insultos. No digo que yo fuese un operario modelo, pero no era lógico que me tuviera como bola sin manija.

Tomamos el té con algunas galletitas húmedas que tenía en una lata olvidada y recordamos esos tiempos pasados que siempre fueron mejores.  No hubo reproches, ni pases de facturas. Hasta pensé que haríamos el amor como conejos, pero no. ¡Hacía tanto que no la veía! ¡Tanto que había olvidado la tersura de su cuerpo! Ella solo quiso despedirse.Que se iba de Bariloche, me dijo.Que se iba a la capital, a buscar un futuro incierto con una amiga y que el tiempo diría cuál sería su destino final.

 Cuando se fue, un dolor profundo se me metió por la venas.Me colmé de culpa, culpa infinita. Todo lo que me pasaba era a raíz de mis errores, de mis arranques, de mi locura incontenible. Yo era el único culpable de que Sandra se fuera para siempre. ¡Sí, para siempre! Porque sabía que jamás volvería a verla, lo sentía en sus palabras, era una despedida, un gesto necesario para que ella pudiera cerrar el paréntesis de nuestra relación dejando abierta una herida que me duele como los dedos congelados hundidos en la nieve.

Mientras preparaba la cena había escuchado unos ruidos distintos de la habitación contigua. No les di importancia hasta que me di cuenta de que eran como gemidos, creí que podrían ser ratas, así que fui a buscar la llave y la linterna. Todo estaba intacto, sin excremento de roedores ni nada que me pudiera indicar cuál era la causa de ese extraño sonido. Esa misma noche no pude pegar un ojo. Un búho que aleteaba y emitía una especie de risa histriónica, parecía que se burlaba de mí. El ave alternaba su vuelo entre la baranda del balcón de la habitación 221 y un pino que estaba a solo unos metros. Eso me convenció que a pesar de no haber encontrado ningún rastro, debía ir al depósito y buscar veneno para ratas. Debía exterminar a los bichos que estuvieran jodiendo en esa habitación antes que invadieran la mía.

Me desperté más tarde que nunca. No iba a hacer la ronda, no tenía ganas. El café tenía el aroma de la tristeza. Sonó mi celular. Era John, mi amigo, mi salvador. Mientras tomaba el desayuno me decía que ese fin de semana vendría con dos tipos de Illinois y ya le habían transferido la seña por la organización de una cacería de ciervos. Sabía que era plata extra para mí y me podría dar algún gustito de esos que hacía tiempo había olvidado. Pero lo más importante del anuncio era la diversión que se avecinaba. Era una luz de esperanza, una ilusión. Todos necesitamos una ilusión para sentirnos vivos. Salir con los gringos, preparar las armas, las municiones, las viandas, subirnos a la camioneta e ir a una fascinante travesía, era el mejor de los programas. Desataríamos todo nuestro instinto animal, nuestro odio, contra otros animales inocentes, tan inocentes como yo antes de conocer a Sandrita.

Con suerte cazaríamos un gran ciervo colorado con una cornamenta enorme, y tal vez algún jabalí que lo prepararíamos a las brasas y con los lomos y las patas haríamos fiambres ahumados y los trozos restantes los llevaríamos a alguna escuelita para que puedan darse una panzada los pibes. Luego, por la noche, nos iríamos de juerga, de festejo por haber conseguido esas presas, por esa épica jornada. Contaríamos anécdotas, hazañas exageradas que jamás sucedieron y nos reiremos a carcajadas hasta reventar.  Nos embriagaríamos con whisky importado y como broche de oro iríamos al prostíbulo de la Gata Loca para desahogar, ¡desahogar con algunas putas mi profunda soledad! y así olvidarme de una vez por todas de Sandrita. Corté y tuve una sensación muy parecida a la felicidad. Me fui al lago a tirar piedritas chatas y una sonrisa se había esculpido en mi cara. Contaba las veces que hacía patito y reía. Solo pensaba en la excursión que tendríamos ese viernes con mi amigo John y los cazadores.

Cuando volví por la tarde, veo que tengo un mensaje en el celular que decía “Malas noticias, my friend, se cayó lo de la cacería, uno de los gringos se agarró COVID” y mi ilusión retrocedió siete casilleros. Estaba abatido como si hubieran tocado el interruptor que ponía en “ON” mi modo depresión.

Esa noche la cosa cambió, los ruidos no fueron iguales, yo ya había puesto kilos de veneno por todos lados, pero el ruido era como si alguien se estuviera duchando en la habitación de al lado. Era claro que era el ruido del agua caer con fuerza dentro de la bañera. Debía ser una broma, una joda, una tonta venganza encargada a algún chupamedias por mi exsuegro. Empuñé el cuchillo grande de la cocina y fui a ver quién se me había metido. Juro que se me frunció el que te dije cuando le di vuelta a la llave y empujé el picaporte. De manera automática el sonido de la ducha desapareció. Parecía que el intruso me había escuchado entrar. Pensé que él estaría al acecho y se me vendría encima cuando abriera la puerta del baño. La oscuridad era total. Caminé sigiloso, paso a paso hasta la puerta. Tomé la manija, la bajé de golpe, pateé la puerta y estiré mi cuchillo de manera violenta al aire, buscando la dureza de un cuerpo al que atravesaría sin remordimiento. A ciegas busqué la llave de luz, pude prenderla.

No había nadie en el recinto. Di otros dos pasos. Con fuerza corrí la cortina. Nadie estaba adentro. La ducha efectivamente estaba apagada, pero lo más extraño fue que el piso de la bañera estaba seco, completamente seco. La ventanita que da al patio, estaba cerrada con el gancho. Era imposible que alguien se hubiera estado bañando y desaparecido como por arte de magia. El corazón me salía por la boca, tuve la intención de rajarme e ir a dormir a lo de un amigo, pero a quien iba a joder a esa hora. Miré mi palma abierta, conté cuanto buenos amigos me quedaban y la cerré de golpe. Esa noche sería imposible conciliar el sueño otra vez, pero el cansancio o la desesperanza me ganaron y me caí rendido.

Al otro día me desperté aún más tarde, no tenía intención de hacer la ronda, no tenía ganas, ganas de nada. El café me dio nauseas. Mientras me puse a leer una revista vieja que había leído quinientas veces una voz aguda vino de la habitación 221. Era una tonada conocida, era mi canción favorita. No tuve que hacer memoria para reconocerla.  Era “Miss You”, el falsete de Jagger era indiscutible. Esto no era un ruido, no podía haber ningún bicho que emitiera ese sonido, ni tampoco podía ser de un tocadiscos o de una radio de una casa vecina ya que, aunque viniese viento norte, la casa habitada más cercana estaba a casi ochocientos metros. El sonido era impecable, casi ecualizado y se escuchaba a la perfección. Te extraño, “I miss you” sonaba una y otra vez y el estribillo del rítmico monosílabo se repetía de manera interminable. Esta vez no fui con el cuchillo de cocina, agarré la escopeta y decidido a todo volví a inspeccionar la habitación 221.

Sabía que no había dejado olvidada una radio y que no había televisor en la habitación. Al igual que la noche anterior entré cauteloso, agazapado con la culata de mi arma en el hombro y mi dedo en el gatillo decidido a matar a quien fuera el chistoso. No encontré a nadie, pero el ventanal del dormitorio estaba completamente abierto y un viento frío, que me pegaba con furia en la cara, me impedía entornar las hojas para dar vuelta el herraje y así poder cerrarla. Apoyé la escopeta en el marco de la puerta. Empujé los vidrios de las ventanas con fuerza hasta que pude cerrarla. Me recosté exhausto en la cama y lloré hasta que me quedé dormido. Perdí la noción del tiempo y de muchas cosas más.

Me di cuenta de que nada de lo que estaba pasando en la habitación 221 era normal, que un fantasma se había adueñado de ella y quería que me fuera o tal vez quería avisarme que algo malo me podría pasar. Pensé en llamar a un cura, pero con la iglesia nunca me llevé bien, tampoco conocía a una médium que me pudiera ayudar a conectarme con ese espíritu y así poder liberarlo o liberarme.

Recordé que en la conserjería había un armario donde guardaban los libros de registros de visitantes, junto a libros de quejas y libros contables. Como en aquellas historias que había leído en mi niñez, me convertí en una especie de Sherlock Holmes para descubrir el secreto. Me aventuré a leer esos libros de manera minuciosa para detectar que podía haber sucedido en la habitación 221. “I miss you” sonaba como en una calesita a la que el calesitero se había quedado dormido. Tuve que hacer varios viajes para traer la pila de libros a mi habitación. Con la luz de una vela y con la música de fondo, estuve más de veinticuatro horas pasando hojas, una a una, renglón por renglón, controlando con mi dedo índice los últimos registros de esa habitación. Anotaba en una hoja en blanco los nombres de los pasajeros, sus números de documentos y las profesiones de todos los que se habían alojado ahí. La música de Jagger me seguía perturbando, subía y bajaba y me invitaba a tararearla.

I miss you” te extraño. Tuve que volver a varios tomos anteriores hasta que llegué al que tenía registros de 1975 a 1979.  El veinticuatro de febrero de 1979 había sido el último ingreso de una pareja de ese libro. Era de un tal señor Maidana y su señora. Me detuve. Tenía algo distinto a todos los registros que ya había revisado, en ese renglón no había fecha de salida. Habían hecho el checkin pero no se habían marchado. Esa era la pista que sin duda era la clave de lo que estaba pasando. Ahora debía encontrar el motivo. ¿Qué le había pasado a esa pareja? ¿Quién era el señor Maidana? ¿Por qué se había ensañado conmigo? Miles de preguntas me hice en décimas de segundos.

Recordé que debía volver a la habitación 221, la había dejado abierta y sin llave. Algún intruso podría meterse al alba.  “I miss you” seguía sonando una y otra vez. La escopeta Cold estaba sobre la cama. Te extraño, traduje. Sentí mis pies helados. Estaba descalzo, no recordaba cuando me había quitado las botas y las medias de lana. Pisé algo duro. Me hizo doler la planta del pie. Parecía una piedra. Me agaché y lo tomé. Lo puse en la palma de mi mano. Era un casquillo de bronce.  “I miss you” repetí. Antes de volver pasé porel baño. ¿Dónde estará Sandra? pensé. Me miré en el espejo. No pude verme. Era mi momento. “I miss you” canté. Ya no me reflejaba, fui hasta la puerta. Cerré con llave. Me quedé del lado de adentro. Decidí apropiarme de la habitación del señor Maidana, ahora la habitación 221 sería mí refugio por los siglos de los siglos, amén.

Habitación 221, cuento merecedor de la Mención de honor en el 1er concurso cubano de terror Berenice 2024, escrito por Gustavo Vignera; una muestra de lo que es Alta Literatura de verdad.

Gustavo Vignera nació en Buenos Aires en 1960. Ligado al mundo del arte como músico y compositor aficionado, también se graduó en Ciencias de la Computación. Entre sus referentes literarios reconoce a Franz Kafka, Marco Denevi, Osvaldo Soriano y Stephen King. De fuerte personalidad literaria, su producción es una atractiva combinación de sarcasmo, mirada crítica sobre lo social y político y en definitiva, sobre los intrincados y contradictorios caminos de lo humano.
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Tomado de: http://www.gustavovignera.com.ar

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