Dayanet Polo

Cuento de la escritora Dayanet Polo para el recital de narrativa corta cubana en Alta Literatura. Aquí tendrán una muestra de excelentes escritores de los relatos cortos de Cuba en estos momentos.

Azul

Cuento de la escritora Dayanet Polo para el recital de narrativa corta cubana en Alta Literatura. Aquí tendrán una muestra de excelentes escritores de los relatos cortos de Cuba en estos momentos.
Dayanet Polo

—¡Andando que usted no es cómico!

Vicente, el toro, lo agarró por un brazo y lo llevaba a rastras. La nariz azul cayó. Heliodoro trató de zafarse, pero su padre bufaba.

—¡Déjeme, papá! Yo no estoy haciendo nada malo.

—¿Cómo que no? Su madre le explicó bien clarito. Pero usted no quiso entender y prefirió escaparse con estos “cirqueros”.

El novillo recordó la última conversación con su madre:

—Heliodoro, hijito, esa no es una profesión respetable. La gente del circo anda de pueblo en pueblo, sin casa. No ganan mucho dinero. Además, tendrías que lograr que un payaso te enseñara y eso es muy difícil. ¿Por qué mejor no te quedas en la finca con nosotros y después estudias medicina? Ese sí es un trabajo bonito. ¿No te gustaría? Podrías curar a los niños de la granja. Te he visto jugar con ellos al doctor.

—Sí, mamá. Es bonito, pero yo no quiero hacer eso. Me gusta más hacer reír y todo lo del circo.

—Ay, hijo. Tu papá nunca te va a dejar.

Por eso escapó. Buscó de circo en circo a alguien, pero todo eran excusas: “Tenemos los payasos que necesitamos.” “Ahora instruyo a mis hijos.” “¿Tienes dinero para pagar las clases?” Heliodoro seguía insistiendo.

El último era un circo muy pobre. Solo quedaban unos malabaristas que a penas podían levantar los implementos y par de trapecistas que el viento se los llevaba. Heliodoro asistió a la función de esa noche y comprendió que el gigante se moría.

Pero entonces, el maestro de ceremonias se retiró y, acto seguido, un rugido fue escuchado. Asomó una cabeza desgreñada y todos rieron. Se volvió a esconder. Los niños empezaron a gritar: “Leo-Pol-Do, Leo-Pol-Do”. Entonces, haciendo una pirueta, el león payaso entró en la pista. Alto, con bombín verde y una flor amarilla en la solapa. Una enorme sonrisa de pintura destacaba por encima de los polvos blancos. De colofón su nariz roja. Su acto fue magnífico.

El recuerdo se rompió con el zarandeo de su padre:

—¡Ahora mismo vamos para la finca, muchacho! ¡Cómo se atreva a escaparse otra vez, le voy a dar una paliza que hasta sus nietos se van a acordar! Circo, ni circo.

—¡Papá, por favor, déjeme trabajar!

—¿Aquí? Ni loco. Si usted lo que quiere es trabajo hay bastante monte en la finca. En cuanto llegue puede coger la guataca.

Su padre giró la cabeza porque alguien lo había agarrado del brazo. Una voz profunda le dijo:

—Señor, ¿por qué no deja que el muchacho haga su acto, aunque sea una sola vez antes de llevárselo?

Leopoldo miró a Vicente con calma. Sin el maquillaje, su presencia era más imponente. La melena salpicada de canas le caía sobre los hombros. El chico recordó como se había reído cuando le pidió que fuera su maestro:

—Muchacho, yo soy payaso a la fuerza. Imagínate, un guajirito sin instrucción. El que no me despreciaba, me tenía miedo. Empecé cargando los tarecos del mago, que me enseñó algunas cosas. Tuve que sudar mucho, pedir miles de favores e improvisar. Pero bueno, si tú quieres aprender de lo poco que yo sé…

—Sí, yo quiero. Voy a trabajar duro. Lo prometo.

Cierto, tuvo que trabajar mucho.

—Meses llevo buscando a este muchacho. ¡Meses! Menos mal que los parientes están ayudando con la finca. Vejigo ingrato. Mira que hacernos esto a su madre y a mí.

—Por favor, señor. Por primera y única vez. Déjelo tener su acto. Se lo ruego.

Leopoldo se escondió de Heliodoro para enseñarle a Vicente su sonrisa más amplia. La que mostraba los colmillos.

—Ay, está bien. Al final de cuentas ya es de noche y no podemos salir a la carretera hasta mañana. Que haga su cosa.

Leopoldo palmeó tres veces el hombro del padre y le dijo al novillo:

—Vamos, Helio. Voy a ayudarte.

El payaso lo tuvo que maquillar porque a Heliodoro le temblaban las manos.

—No tengas miedo, hijo. Todo va a salir bien. Estás preparado.

El maestro lo acompañó hasta la entrada de la pista, sonrió y le dijo:

—Alguien dijo una vez que la risa es la sal de la vida. Lúcete.

El padre del muchacho se acercó al león que permanecía de pie, con las manos a la espalda.

—¿Por qué no tiene la nariz roja como los demás payasos?

—Porque es un toro. Y ahora es un payaso único en el mundo.

Su interpretación fue soberbia, pero eso no ablandó a Vicente. Al otro día estaba saliendo con Helio, casi al amanecer.

—Toma, hijo —le dijo Leopoldo a escondidas mientras le entregaba un cuaderno—. Aquí están mis apuntes de toda la vida, para que sigas estudiando. ¿Y quién sabe qué puede pasar?

Heliodoro se hizo pediatra tal como sus padres querían. Era buen doctor, pero le faltaba algo.

Un jueves de mayo, una enfermera le habló de un niño que no quería comer por la quimioterapia. Heliodoro fue a verlo a la sala y trató, en vano, de animarlo. Cambió de táctica. Con las mamás y las enfermeras consiguió lo que necesitaba. Luego de un rato, el payaso Doctor Loco salió del baño, con nariz azul y parches de pintura en la bata. Las risitas comenzaron.

Ese jueves Heliodoro salió feliz del hospital. Y el siguiente repitió el experimento. Los niños comenzaron sanar más rápido.

Heliodoro ya está viejo y trabaja más que nada como médico de la finca. Pero todos los jueves va al pediátrico con un portafolios lleno de enseres de payaso y su nariz azul en el bolsillo.

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