YuraimaTrujillo Concepción

Cuento de la escritora Yuraima Trujillo Concepción para el recital de narrativa corta cubana en Alta Literatura. Aquí tendrán una muestra de excelentes escritores de los relatos cortos de Cuba en estos momentos.

In Aerem

Cuento de la escritora Yuraima Trujillo Concepción para el recital de narrativa corta cubana en Alta Literatura. Aquí tendrán una muestra de excelentes escritores de los relatos cortos de Cuba en estos momentos.
Yuraima Trujillo Concepción

—¿Qué vas a saber tu si en ese entonces eras un piojo todavía? —me regañó abuelo cuando intenté refutar sus historias de fantasmas rondando por esa emisora—. Yo sí vi cosas, muchachita, cosas que te llenarían el cuerpo de escalofríos si sólo te las mencionara. ¡Ah, no!, pero usted no me quiere creer, ¿cierto? La universitaria de la familia no cree en cuentos de caminos, ni aparecidos —los ojos del abuelo se agrandaron dentro de sus cuencas mientras hablaba y eso me dio más miedo que las historias— Por más de cincuenta años trabajé remendando y pintando esos estudios, soportando cada 15 minutos los alaridos espeluznantes de la campana de la iglesia vieja, que retumbaban en los pasillos como si estuvieran dentro de la mismísima Emisora. Y usted viene tan fresca como una lechuga a decirme en mi propia cara que yo digo mentiras, que soy un embustero… ¡que no hay almas perdidas ocultas entre las paredes y el falso techo de ese lugar!  

Perdida creo estar yo ahora mientras camino despacio, y al hacerlo ni siquiera escucho el tacón de mis zapatos raspando los adoquines. ¡Tan evidente es mi desgano y poca voluntad de continuar avanzando que a veces creo flotar!, pero sé que eso es absurdo. En la puerta de BANDEC se aglomeran las personas en una cola que parece no tener fin, y una que otra pareja sentadas en los bancos de la plaza se roban un beso, o una caricia.

Dejo de mirarlos y sigo con mi andar pastoso hasta que, por fin llego, aunque casi paso de largo sin notarlo siquiera. La construcción parece acorralada entre otras edificaciones, intimidada por esa iglesia antigua que se yergue imponente casi al frente de ella, con aquel triste color desteñido, y el eco pesaroso de sus campanadas. Dudo unos minutos con la mano apoyada en la doble puerta de cristal, un suave empujón permitirá mi entrada al lugar con el que tantas veces fantaseé, y al que no tuve valor de visitar antes por culpa del abuelo, y sus historias oscuras sobre entidades perdidas entre el mundo de los muertos y los vivos. En el fondo jamás creí sus desvaríos propios de la edad -noventa años tenía cuando murió-, pero por alguna inexplicable razón que va más allá de una simple promesa, intenté mantenerme alejada del lugar… hasta hoy.                 

—Con tantas profesiones en el mundo, mijita, por qué precisamente vino a elegir esa, carijo. Usted me prometió que no pondría un pie en la Emisora —abuelo tosió con la mano en la boca, y aunque intentó disimular, pude ver un hilillo de sangre escurriéndose por la comisura de sus labios—. Aquellos primeros trabajadores de la Radio todavía rondan esas habitaciones, usted no podría entender porque es una culicagada que aún no sabe nada de la vida, ¿o cree que un título la hace sabia?

Intenté levantar más su cabeza sobre la almohada para que dejara de toser, pero sus dedos delgados se pegaron de repente a mi muñeca, apretando duro, lastimando. ¿De dónde sacaba el abuelo tanta fuerza?

—Ellos nunca van a abandonar ese lugar, mijita, porque la Radio era su vida, y ni siquiera la muerte puede arrancar tanta entrega, ¿entendió? —afirmé con la cabeza para tranquilizarlo, soltó mi mano poco a poco, entrecerró los ojos como aletargado y tomó aire no sin dificultad, con aquel sonido ronco que hacía su pecho al respirar— ¿Acaso no escuchas repicar las campanas en la esquina? —negué con la cabeza, y el abuelo me dedicó una mirada empañada antes de suplicar—  No vaya a trabajar a esa Emisora, mijita, ¿o piensa incumplirle la palabra dada a un viejo moribundo?

Lo cierto es que no había roto la promesa hecha al abuelo en su lecho de muerte… hasta hoy, que empujo las puertas de cristal y entro temblando un poco, no sé si de emoción o por miedo, y siento las puertas cerrarse solas detrás de mí, con suavidad.

La recepción es espaciosa, bien amueblada, algunos trofeos y premios se muestran orgullosos en la vitrina junto a la pared. “Alguien va a preguntarme que hago aquí, que quien soy, y no me dejarán pasar”, pienso nerviosa retorciéndome las manos, pero no, nadie me detiene, de hecho, ni siquiera parecen prestarme atención. Con la frecuencia de los 105.3 megaherts amplificada desde el mismísimo interior de la construcción, los veo como si lo estuviera haciendo a través de una neblina.

Siguen sin notar mi presencia, moviéndose con agilidad, atareados en sus cosas, localizando a algún locutor para que cubra el turno de otro que avisó de último momento que está complicado, llevando guiones, haciendo cuentos entre carcajadas o invitándose a un café en la esquina, y aunque no quiero, y lucho contra la idea de preguntarme si quiera, no puedo evitar la duda en mi cabeza: ¿serán ellos? Pero me recupero de inmediato, y camino casi de puntillas hacia la puerta que da al pasillo, donde las escaleras enlazan la planta baja con el segundo piso. Estas son estrechas, solo ofrecen el espacio exacto para una persona.

Al final está el descansillo en penumbras, por el que me parece acabar de ver pasar a alguien, de pantalones caquis y camisa a cuadro, o igual sólo fue mi imaginación a causa de este frío que se me cuela hasta los huesos. El lobby de la segunda planta también está amueblado, pero con un contraste en su decoración un poco mustio y se me antoja que unas sombras, a veces claras, otras oscuras, se escurren silenciosas por las paredes. Un balcón enrejado da a la plaza, pero un candado mediano, de apariencia antigua me impide acceder a él, y regreso al centro de la habitación para decidir con cautela mis próximos pasos. Descubro otro pasaje zigzagueante, y me aventuro en él, tratando a veces de abrir una que otra puerta de las tantas que van apareciendo mientras camino, pero ninguna cede.

Pego mi oído en la última porque creo escuchar el timbre de un teléfono antiguo, pero justo en el momento que apuntalo mi cuerpo contra el marco, desaparece el molesto riiiing y todo queda en silencio. Dos desteñidos carteles de “Baño de mujeres” y “Baño de hombres”, se enmohecen debajo de la gotera que se filtra desde el falso techo.

Unas tablas toscas y negras clavadas en forma de X mantienen sus puertas clausuradas, sin embargo, se me antoja pensar que alguien ha tirado de la cadena del retrete, y hasta escucho como ahoga su ruido acuoso en el último segundo. Una sombra se escurre a mis espaldas sin mucha prisa, descaradamente despacio y al voltear, aún puedo ver el vuelo de un vestido floreado perdiéndose en la boca oscura de una puerta, que, puedo jurar, acababa de ver cerrada.

El frío es casi insoportable ya, y continúo serpenteando por el oscuro pasadizo, que me lleva por fin a una habitación iluminada. Detrás de la primera puerta encuentro un estudio lleno de máquinas y artefactos y un joven delgado, con rostro de niño que juega un poco con sus botones. Al lado, otro no tan joven hace gestos y ademanes, dando órdenes como un director de orquestas, a veces al joven, otras a la muchacha al otro lado del cristal doble. Ninguno de los dos se voltea a mirarme, y decido abandonar el lugar antes que el frío haga castañear mis dientes.

Abro la puerta de la segunda habitación donde la muchacha de enormes audífonos negros sobre la cabeza, parece escribir lo que le dictan desde el otro estudio. Tampoco ella me presta atención, oprime despreocupada el botón de una cajita metálica y bromea con algo que a los otros hace reír. Entonces escucho un “chic” suave y las letras “AL AIRE” encerradas dentro de un rectángulo transparente, se encienden. La muchacha se acerca al micrófono para decir algo, justo en el momento que veo aparecer a abuelo con el ceño fruncido y aquel sonido ronco que hace su pecho al respirar. «¡Abuelo!», grito, abalanzándome sobre él con los brazos abiertos, pero me detengo en seco porque la muchacha de los audífonos parece mirarme con los ojos fuera de sus órbitas, hiperventilando asustada.

Intento preguntarle si está bien, si puedo ayudarla, pero me sorprende el sonido gutural de mi propia voz amplificada en las bocinas. Susurro palabras al azar, intentando reconocerme en aquellos sonidos abstractos, distorsionados, pero no puedo. La muchacha sale despavorida de la habitación, tirando todo a su paso, seguida por los hombres del otro lado del cristal, que la alcanzan casi al final del pasillo. Puedo escuchar desde aquí sus escalofriantes alaridos.

Abuelo sigue con su mirada fija en mí, escarbándome el alma sin pronunciar palabras. Lo ignoro. Intento recuperar mi voz, que regresa una y otra vez áspera, grotesca y se expande por el éter junto al riiing insistente de un teléfono, y las pisadas suaves de unas sombras ya con rostros, que se acercan despacio y me sonríen. 

Estarás al día de nuestras actividades si te suscribes. Solo toma dos segundos hacerlo.